lunes, 27 de abril de 2009

GANDHI


La ley del amor

Sólo esa ley su­prema puede dar sentido a nuestra vi­da y establecer la armonía indispen­tasable para el funcionamiento del andamiaje social. Y si ésa debe ser nuestra ley, deberemos esforzarnos cuanto de las Siempre nuestra vida cotidiana. - surge la discordia, cuando uno choca con la oposición, hay que tratar de vencer al oponente, con el amor Pa ra solucionar numerosos problemas, toda mi vida he recurrido a este me­ dio elemental. Esto no significa que haya resuelto todas mis dificultades
El hecho de que en nuestro planeta sigan viviendo todavía tantos hombres, demuestra que el mundo ­tiene como fundamento, no la fuerza de las armas sino la de la verdad y la podamos para que sea la norma de del amor. El hecho de que nuestro que mundo siga viviendo todavía, a pesar de tantas guerras, demuestra palpablemente y de la manera más irre­futable que esta fuerza es victoriosa..
La que rige a la humanidad es la ley del amor. Si la violencia, o sea, el odio nos hubiera regido, nos habría­mos extinguido hace muchísimo tiempo. Y sin embargo, la tragedia de ello es que en la llamada civiliza­ción, los hombres y las naciones se conducen como si la base de la so­ciedad fuese la violencia.
La existencia de millones de hom­bres depende de la intervención su­mamente eficaz de esta fuerza. Gra­cias a ella vemos cómo se disipan las pequeñas peleas que entorpecen la vi­da cotidiana de millones de familias. Centenares de pueblos viven en paz. Este hecho no lo reseña ni puede re­señarlo la historia. La historia, como es lógico, registra los acontecimientos que corresponden a una detención momentánea en el funcionamiento de esa fuerza del amor o fuerza del alma. Riñen dos hermanos; uno de ellos se arrepiente y despierta así aquel amor que dormitaba en él: los dos viven de nuevo en paz. De este episodio no hay nadie que tome nota. Por el con­trario, la prensa recogerá enseguida el hecho, hablarán de él todos los veci­nos y hasta la historia conservará en parte su recuerdo, si esos dos herma­nos recurren a la guerra o, lo que es otra forma de intervención brutal, apelan a la justicia, tras una consulta con sus consejeros jurídicos o por cualquier otra razón. Y esto, que es verdad en las familias y en las demás comunidades, no es menos cierto en Ias naciones. Nada nos autoriza a cre­er que las naciones son gobernadas por una ley distinta de la de las fami­lias. De este modo, la historia se con­tenta con registrar las interrupciones que sufre el curso natural de las cosas. Pero como la fuerza del alma es natu­ral, la historia no habla de ella.
En mis escritos no puedo tolerar la mínima concesión a la mentira. Estoy dispuesto a rechazar todo lo que se consiga con desmedro de la ver­dad y, por otra parte, estoy sólida­mente convencido de que no hay más religión que la verdad. También sería inconcebible encontrar en mis escritos una sola nota de odio. ¿No es el amor lo que hace vivir al mun­do? Donde no está presente el amor, no existe vida. La vida sin amor con­duce a la muerte. El amor y la ver­dad representan las dos caras de una misma moneda. Estoy seguro de que por medio de estas dos fuerzas se puede conquistar el mundo entero.
Tras renunciar a la espada, no ten­go otra cosa que ofrecer a mis ad­versarios que la copa del amor. Gra­cias a esta ofrenda, creo que me aproximaré a ellos. Considero in­concebible una enemistad perpetua entre los hombres. Y como creo en la teoría de la reencarnación, espero que podré en esta vida o en la si­guiente reunir a toda la humanidad en un único vínculo de amistad.